22 jul 2009


ImageEl Universal / La Pared 24 Enero 09

Por Rodrigo Nivonog



Hace ya casi un año que en México, presenciamos con asombro la explosión a escala masiva, de una tribu urbana: los Emos, grupo que, por su rápida expansión, llegó a ser foco de atención mediática y blanco de intolerancia, mediante violencia callejera.

Los Emos citadinos, en cualquier caso, distan mucho de aquellos Emos originales, que a mediados de los años noventa narraban la triste cotidianidad del adolescente estadounidense entre guitarrazos de la costa este norteamericana. Hoy, el barrio nacional se ha apropiado del estilo, remixeándolo con códigos locales propios de las bandas para alcanzar así una popularidad que ha devorado todo aquello que se consideraba rockerito, alternativo o simplemente “raro”. Hoy no es arriesgado afirmar que en el barrio quedan dos razas adolescentes: los pamboleros y los emos.

Aunque el estilo que nos ocupa se caracterizaba sobre todo por una tristeza permanente y una decepción del mundo contagiosa, ser Emo en una colonia popular difícilmente va ligado con algún estado de ánimo, filosofía o siquiera orden de ideas; se ha convertido en un método de pertenencia, pero sin elementos en común entre los pertenecidos; la pertenencia por la pertenencia en sí.

Esta fue una tendencia que creció de abajo hacia arriba. Ahora que esta nueva tribu ha dejado de ser minoría, los actores principales del juego de las identidades tomaron la estafeta; la red social Myspace, el canal de televisión MTV, o EXA, la estación radial de alcance nacional -por mencionar algunos-, dedican sus fuerzas para crear una identidad comercialmente explotable; han fabricado grupos de estética emo, sonido pop digerible por un público masivo y letras con el amor como temática de siempre. Esto ha formado un círculo vicioso, donde los pubertos que apenas ingresan al rudo universo de la estética personal se ven arrastrados por los ídolos del momento a un mundo de estoperoles y calaveritas rosas; perversiones de un mensaje que nunca recibieron.

Ya han conquistado la escena. Pero mientras la expresión “no seas emo” sea despectiva, seguirían siendo una masiva minoría.
Hoy es fácil toparse con emos en el transporte público. De repente aborda una niña de amplio escote; sus pantalones rojos entubados resaltan la forma de sus caderas y sus balerinas de lentejuela roja combinan con el resto del maquillaje, del que resulta llamativo el grueso delineador alrededor del ojo izquierdo. El ojo derecho es tapado por un copete alaciado y luego retocado con laca durante, por lo menos, media hora. Del resto de su cabello alborotado asoma una tiara de plástico, con diamantes y un falso gran rubí. De pronto saca de su pequeño bolso un peine, rojo, y comienza a retocarse el elaborado crepé. En México, el Emo ha ido de tristeza… a princesa.

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